Cansado de andar para arriba y para abajo, el indigente decidió sentarse en las escaleras de la iglesia.
Era de noche, había sido un domingo movido, había visto de lejos a la gente llegar en sus autos, o a pie, congregándose pacíficamente. Pero ya no era ése su mundo.
La esquina donde mendigaba, era testigo de feroces y encarnizadas luchas por su ocupación. Los limpiaparabrisas habían vencido durante unos meses, pero los tragafuegos estaban mejor organizados. U organizadas. Se decía que era una mujer la que los guiaba en esta conquista de la noche.
Retomó la realidad, y tranquilamente sentado, divisó un objeto brillante cuando pasó a su lado el autobús. Probablemente no sería gran cosa, pero la curiosidad lo atrajo. Haciendo un esfuerzo, contra la voluntad de sus cansados músculos, decidió acercarse a tientas.
Era una moneda. No reconoció su forma ni su peso, probablemente sería alguna moneda antigua traída a bendecir.
La calle estaba oscura, las luces de los cartelones a dos cuadras podrían darle luz, pero no quería arriesgarse a otro encuentro con los escupefuego. A sus tripas eso no le importaba, rugían con hambre. Si bien estaba acostumbrado a esa horrible sensación, se decía que hoy sería un día diferente.
De repente se acordó. La nueva tienda de la esquina, esa de las cuatro letras que se extendía por todo el país como las ronchas de una enfermedad. Caminó emocionado, tarareando una canción de Agustín Lara que le recordaba a esa mujer que había muerto años atrás.
Para su sorpresa, los Rojos ya estaban ahí. Era una familia de mendigantes recién llegada a la ciudad, nunca se quedaban más de una semana en el mismo lugar, y por lo visto querían aprovechar la novedad de la tienda. Pasó como si nada, sin dedicarles una mirada.
Aprovechó la luz de la tienda para mirar la moneda, aunque sin prestarle la atención que le hubiera gustado. Alcanzó a leer, onedollar, ¡era una moneda gringa! ¿Centavos de dólar, un dólar entero acaso? ¿Eran… 16.82 pesos? Eso recordaba haber visto en el cartel de la casa de cambio. Suficientes para una regia cena en esa misma tienda.
Pero con el rabillo del ojo divisó el súbito movimiento. El hijo adolescente de los Rojos debió haber visto el brillo de la moneda y ahora corría hacia él.
Corrió tan rápido como pudo, pero sus piernas estaban rígidas por el cansancio y el hambre. Cruzó la siguiente esquina y dobló hacia la bocacalle, atravesó la avenida y justo en ese momento el semáforo cambió a verde y el tráfico avanzó.
Los rugidos de los motores no ahogaron la maldición que le gritó el Rojo. Tomó un atajo a través del parque y se sentó en una banca a descansar.
La tienda de conveniencia ahora estaba demasiado lejos, y su hambre se había multiplicado cien veces.
Ah, ¡pero que tonto! Frente a sí, con el letrero en rojo iluminando media calle, estaba otra roncha, es decir, otra tienda de la misma cadena. Hoy era el día. Hoy cenaría como rey.